martes, 21 de abril de 2009

Cada poema es un alumbramiento

Tres preguntas a Luis Caissés


1. ¿Cuál sería el compromiso, si hay, del poeta con el lector?

El de nunca permitirle pasar por el poema como si lo hiciera por la página en blanco. Aunque yo le exigiría más. Le exigiría lo que Vallejo le pidió una vez a la Poesía: conmover, conmover y otra vez conmover.

2. ¿Escribirías inspiración con minúscula o Mayúscula?

A mí la palabra “inspiración” me suena, no sé por qué razón, a Nada. Y de la Nada no sale Nada. El momento de la creación es un acto inevitable, como el nacimiento de un niño al cabo de los nueve meses. Y ocurre por azar concurrente, empleando una frase cara a Lezama, es decir cuando el poema ha logrado hacerse en el subconsciente y pide nacer, es decir ocupar espacio puesto que ya trae en sí cuerpo y género. Hasta el poema escrito de un tirón ha necesitado de su tiempo para hacerse. El resorte que lo mueve a concretarse, a hacerse visible, a ser definidamente un poema escrito no sé yo quién lo pulsa pero ocurre en un tiempo necesario e irrepetible.

3. Aristóteles decía que "…en todo lo que se hace por necesidad, advertimos un cierto dolor como su resultado." ¿Funciona en términos de poesía?

Yo nunca he podido “fabricar” un poema. Y nunca, quizás por eso, me he propuesto hacer de la poesía una obligación diaria. No sé yo con qué carne pueda vestirse a tantos esqueletos juntos. Y como concibo cada poema como un alumbramiento, sí creo que el acto es doloroso. Más todavía cuando se produce un aborto o un poema nonato que jamás alcanza a ser lo que debiera. Renunciar a esos hijos “monstruosos” da, realmente, mucha pena. Y ya se sabe que no todo lo que nace alcanza su cuerpo y su estatura. De ahí que cuando la “criatura” es perfecta, sea inmenso el gozo; y que produzcan tanto dolor los inevitables engendros.

sábado, 14 de febrero de 2009

Lo que no se fue

Por Ricardo Riverón Rojas


-I-
Se habla poco en Cuba —y siempre con malos ánimos— del movimiento poético que, a expensas del coloquialismo, se instaló como tendencia dominante mientras transcurrían las dos primeras décadas posteriores al triunfo de la revolución. Hacia el olvido o la insignificancia dolosa son remitidos frecuentemente, por las instancias críticas y los veleidosos movimientos pendulares de la vida literaria: libros, actos y memorias de escritores que en algunos casos merecerían, a mi entender, nuevos y más desprejuiciados enfoques.
De atenernos a lo que las prerrogativas citadas establecen, podríamos terminar concluyendo al bulto (mezclando justos y pecadores) que ninguno de los textos forjados al calor de esa estética contribuyó con un mínimo aporte al tesoro poético de la nación. Las relaciones, casi siempre gentiles, de aquel movimiento con las instituciones fomentadas por la revolución no convocan a mucha indulgencia, y en dicha actitud influye el episodio de que en el infeliz entramado de esas relaciones se concretaron coyunturalmente pactos autoritarios y extremistas prestos a excluir una amplia, compleja y rica ejecutoria de creación y reflexión precedentes. El período de más de treinta años de evolución institucional que opera en nuestro país en beneficio de la pluralidad del diálogo y la «descongelación» de muchas de las figuras y procesos estigmatizados con la etiqueta de «burgueses», si bien actúan como bálsamo reparador, no han conseguido cerrar del todo las heridas, como puso de manifiesto, hace algo más de un año, la llamada «guerra de los e-mails».
Es hora de parar esa noria, creo, y de adjudicarle a lo escrito por aquellos «antipoetas», el valor que lo literario podría marcar, como corresponde al momento que vivimos, evidentemente de una madurez reflexiva superior. Ahora mismo me detengo en lo intrincado y espinoso de ese camino, tan lejos de aquellos primeros arrebatos, halo la soga y traigo a mi propuesta de reanimación, no el proceso en su totalidad, sino la mención de algunos poemarios de la etapa, acaso porque entonces me parecieron —y algunos me siguen pareciendo— significativos. Lenguaje de mudos (1969), de Delfín Prats, inaugura mi lista, a manera de desagravio personal por culpas que no debo; siguen dos de los pocos que, enigmática y afortunadamente, han escapado a la pulverización crítica: Cabeza de zanahoria (1968), de Luis Rogelio Nogueras y Casa que no existía (1968), de Lina de Feria. Y en la mínima relación incluyo también: El libro rojo (1970), de Guillermo Rodríguez Rivera; De una isla a otra isla (1970), de Víctor Casaus; Ensayo sobre el entendimiento humano (1971), de Eduardo López Morales; Matar el tiempo (1969), de Sigifredo Álvarez Conesa; La tierra que hoy florece (1975), de Nelson Herrera Isla; Con el mismo violín (1971), de Jesús Cos Cause; Abrí la verja de hierro (1973), de Fayad Jamís; La isla que habitamos (1973), de Efraín Nadereau; Viejas palabras de uso (1978), de Ángel Escobar; El hombre que somos (1976), de Carlos Martí Brenes y A dos espacios (1982), de Alex Fleites. Enumero con susto por el azar, y como todo aquel que acude al recurso de esbozar un gran conjunto valiéndose de fragmentos, acaso peque de omiso. Quede constancia de que no me anima el afán de excluir, sino que acudo a algunos ejemplos de los que la caprichosa e indulgente memoria me dicta.
De la relación anterior extraje, deliberadamente, algunos libros no menos significativos, no para obviarlos, sino para atenderlos y entenderlos —a tono con la voluntad de sus autores de vivir en otros sitios y al amparo de otra lógica— en párrafo aparte. En esa segunda lista, sin que la calidad determine el ordinal, menciono a algunos de los que influyeron de manera apreciable en los espacios de la vida literaria cubana de entonces, todos ellos acreedores en algún momento del entonces consagratorio Premio David: Papel de hombre (1970), de Raúl Rivero; De regreso a la tierra (1974), de Osvaldo Navarro; Escrito a los veinte años (1979), de Andrés Reynaldo; Al cierre (1972), de Minerva Salado; Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (1977), de Félix Luis Viera y Con raro olor a mundo (1981), de Víctor Rodríguez Núñez. Las nuevas consideraciones que reclamo para las obras que este grupo representa, intentan apartarse deliberadamente de razonamientos derivados de las respectivas posiciones de sus autores ante la política, así como acogerse básicamente a lo literario. Lo variable, cuestionable o atendible de sus pronunciamientos en torno a hechos extraliterarios podría ser objeto de otras reflexiones, pues mi análisis apenas propone posar una nueva mirada sobre aquella poética que ellos cultivaron y, sin que lo considere un sinsentido, leer a la luz de la actualidad algunos de sus posibles aportes. Sucede que las marejadas devaluadoras de un devenir rebosante de exabruptos han prolongado por demasiado tiempo la «evaporación» o «amputación» de esas presencias en la historia literaria cubana.
Todos los autores mencionados en el párrafo anterior iniciaron su presencia pública en nuestros espacios cuando los influjos de la antipoesía se mostraban aún artísticamente renovadores. Recursos estilísticos como el desprejuicio lexical, la laxitud rítmico-melódica, la humildad del sujeto lírico, el tema inmediato y tratado anecdóticamente desde una (a la larga percuciente) segunda persona parecían en aquellos momentos el molde adecuado para expresar un entorno donde se concretaban cambios sociales, económicos y políticos de elocuente radicalidad. Hacer poesía con la materia prima opuesta a lo que hasta entonces se consideró «poético» se instauró como ruptura estética —algo trasnochada si atendemos a que ya en 1954 Nicanor Parra había publicado Poemas y antipoemas— donde cobraban cuerpo artístico las otras rupturas que vivíamos en Cuba.
Los posibles aportes del coloquialismo cubano escrito desde aquellas luces y escamoteos, y extrayéndole todo el oportunismo y ciertos excesos hegemónicos que algunas de sus figuras usufructuaron, tal vez se localicen en la ampliación hacia los márgenes de la humildad de los protagonismos atribuibles al sujeto lírico y al interlocutor poemático; a ciertos juegos de ingenio y humor; al antirretoricismo; a la asunción de un fuerte influjo testimonial; a un enfoque que potenciaba las esencias populares antes vistas, en el mejor de los casos, con indiferencia. El reciclaje del prosaísmo, tan caro a algunos poetas del grupo Minorista (pensemos en Villena y Tallet) también se incorporó como elocuente marca estilística capaz de aportar cierto tono ensayístico o de crónica cinematográfica.
Los rasgos que considero aportes de aquella promoción, catalizados hasta la enésima potencia por el espaldarazo de las instituciones y el monólogo mediático acabaron derivando en la autentificación de una fórmula menor, instigadora a su vez de un falaz igualitarismo cuyo saldo contribuyó, sin duda, a una pérdida de prestigio para el oficio y sus practicantes, pues toda la poesía pasó a ser vista, a expensas de cierto furor seudodemocrático, como una variante de la «literatura de campaña» (y hasta del chiste), a la que se le «perdonaba» la falta de pericia del soldado en virtud de los valores de su actitud aguerrida y el testimonio que transmitía. El nacionalismo a ultranza que encajonó sus alcances también, hoy, se nos configura claramente como otra de sus flaquezas. No obstante, aún queda mucho por bucear y mucha justicia poética por distribuir a favor de las mejores creaciones de aquella hornada, pues no es justo ni inteligente condenar al fuego a toda una escuela por la actitud herética de algunos de sus «monjes».

-II-
Un hecho que podríamos suponer accidental me sirve para el redondeo mínimo de las reflexiones en que me concentré en el apartado precedente. Enviado por su autor, que a la sazón reside en México, recibí un ejemplar de La que se fue, brevísima antología de la poesía amatoria publicada por Félix Luis Viera (Santa Clara, 1945) que debemos agradecer a la editorial Red de los Poetas Salvajes.
La lectura de los veinticinco textos que integran La que se fue me sirvió para captar, en un breve brochazo panorámico, importantes coordenadas de una trayectoria que, si bien conocía fragmentada, no suponía portadora de la coherencia que el opúsculo confirma. Una vez adentrado en el análisis de los poemas que lo configuran, volví a sentir el desconcierto, y hasta la vergüenza ajena, al recordar con qué tranquilidad algunas valoraciones sobre la poesía cubana —divulgadas tanto dentro como fuera de Cuba— por lo general eluden, con olvido grosero o elegante, a autores y libros que debían ser referencias naturales. No me queda otra que sospechar de quienes, con el pacto del silencio, persisten en cobrar aquellas cuentas y, en un caso como el que me sirve de apoyo —que no sería el único— por la circunstancia de que el autor se ubica en ese sitio que eufemísticamente hemos convenido en llamar, allá y acá, «la orilla opuesta», sin que la lectura sea exclusivamente geográfica. De más está decir que, con su desdeñosa actitud, los estudios que cuestiono, en pos de un pírrico y paradójico botín, extraen buenas joyas del baúl y las tiran a la papelera, lejos de atesorarlas, como indica el sentido común en un terreno tan cambiante como el de la receptividad artística.
Además de la ya reseñada descalificación a priori de todo lo que huela a coloquialismo de los sesentas-setentas, las actitudes sostenidas por los autores ante los acontecimientos políticos se ha erigido cisma insalvable para la promoción y análisis de la poesía cubana. Lo mismo se devalúa adentro a los de afuera, que en aquellas latitudes se ningunea a los de estas: cada cual mirando para su lado como si el mundo inefable del espíritu de una nación y las inasibles fronteras de la poesía se pudieran demarcar con paralelos, meridianos y filiaciones y no pertenecieran a una esfera de la Historia que trasciende a los acontecimientos, y hasta a sus propios autores. Y lo peor es que en una buena parte de los casos las devaluaciones no provienen de instancias políticas, sino de figuras e instituciones literarias, aunque aquellas tampoco se quedan completamente fuera del potaje. Parece que a algunos intelectuales implicados en el asunto, atenazados por la feroz competencia en pos de los esquivos espacios, no les conviene reconocer al «otro», actitud con la cual revelan una vez más la falta de espíritu solidario y plural que en esa carrera en pos de la eternidad esgrimen algunas de las promociones actuantes en la actualidad literaria cubana. Si dicha actitud partiera solo de las instancias burocráticas, no sería motivo de sorpresa, aunque sí de alarma, pero que parta de los propios medios intelectuales provoca, cuando menos, el deseo de criticarlo.
El hecho de que en fecha relativamente reciente empezáramos a asumir como tesoros de nuestro panteón literario los aportes de Gastón Baquero, Eugenio Florit y Heberto Padilla —para hablar de tres poetas de obra indiscutible—, o de Guillermo Cabrera Infante, Enrique Labrador Ruiz y Jorge Mañach —para ampliar el diapasón hasta la prosa— no debe ser leído con demasiado entusiasmo si para ese viaje los escritores debieron mostrar, sine qua non, el pasaporte que acuñó la muerte. Muchos autores cubanos vivos andan por el mundo, con actitudes de diverso tipo, y a todos les cabe el derecho de la representatividad en el país natal, que de diversa manera expresan, con la justa valoración de sus obras.
Debo reconocer que también en el sentido opuesto se concretan absurdos. Aplaudo como a un acto de justicia insoslayable que, tal como se prevé, se publique la poesía completa de Heberto Padilla… pero, ¿cuándo lo haremos también con la de Rafael Alcides? No ignoro que muchos de los autores de la diáspora, más otros que permanecen en el país alejados de su vida pública, se niegan a ser publicados aquí, pero ello no justifica el ninguneo de la crítica.
Me apoyo para mis reflexiones en el caso de Félix Luis Viera, porque en él se tipifican —como en otros que conozco y de cuyos últimos libros no tengo noticia— una buena parte de los males arriba puntualizados, más otros que ni siquiera menciono, como el de la cíclica invisibilidad que con tanta galanura distingue a los autores del interior del país. Inventariado como «coloquial caimanero», residente primero en provincia y luego en el exterior, Viera es injusta y frecuentemente omitido de panoramas escritos desde esta perspectiva social[1]. Tanto su poesía como su narrativa, en atención a sus valores, no merecen el borrón, que probablemente provenga también de esa negligencia crítica derivada de la «visión tubular», autointerdicta y nada ingenua que impide a algunos mirar más allá de lo inmediato circundante, donde se concretan las canonizaciones que les complace aceptar y que, en el caso de los que no viven en Cuba, solo se franquean, como vimos, tras la muerte o el pronunciamiento político denotativo a favor del proceso revolucionario. Ninguna de estas dos condiciones las cumple Viera: vivo, actuante y pensante, aunque tal vez convenientemente invisible para algunos.

-III-
El primer acierto de La que se fue se localiza, según creo, en la decisión de ceñirse a un tema único: la poesía de amor. La reducida posibilidad editorial en buena medida obligó al poeta a centrar su balance sobre la cuerda de sus composiciones mejor recibidas desde los primeros libros. Precisamente por esa «descontaminación» que un sentimiento tan universal como el amor propicia —lejos de cualquier política—, puedo adentrarme en mis prolijos razonamientos sobre la política y el acontecer culturales sin enrarecer las posibles lecturas del cuaderno.
Al leer las primeras páginas del libro nos enfrentamos con composiciones pertenecientes al ya citado Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia. Aquel primer libro, si bien respondía a la estética coloquial en boga, se destacaba por la pericia con que el poeta desplegaba los recursos tropológicos que, aun atenuados por la sencillez y la recreación del habla común, no dejaban de mostrarse intensos. Más allá de algunas de las temáticas abordadas en el cuaderno, me interesa rememorar algunas características formales que podrían permitir considerarlo una especie de libro de transición, donde la marca antipoética, pese a estar presente con fuerza, comienza a desdibujarse como el elemento paradigmático en que las convenciones actuantes la habían transmutado. Es conveniente precisar que el sistema de analogías que establecía Félix Luis Viera en aquel poemario, a tono con la estética de la corriente, demandaba como preciada condición una «visualidad» de la metáfora. Y en su caso específico esta se manifestaba con figuras de notable vigor plástico. Casi al azar cito un fragmento del poema «Lluvia de verano»: «si llueve mi corazón se inunda, / se desborda, me hala hacia ti / con la fuerza de mil bueyes románticos»; por otra parte, en «Marianela» esta representación visual de la metáfora, pese a su contundencia plástica, gana cierta irracionalidad «Por eso cuando llegabas era igual que si se abrieran / las puertas de todas las iluminaciones y victorias / y constataba que era un zar terrible / un aguacero de ladrillos / una espada autómata en busca de tu sangre». Celebro que en la apretada selección el autor incluyera estos dos poemas, que calculo programáticos en el devenir de su poética.
Los textos que continúan el conjunto, organizado cronológicamente, pertenecen al libro Prefiero los que cantan (1988), según mi punto de vista el más singular e inquietante de sus poemarios. Evidentemente, pese a la larga espera editorial que enfrentó, no transcurrieron en vano doce años, que por demás coinciden con el período de más encarnizados debates entre la emergente promoción de los ochentas y la de los setentas, esta última en franco repliegue. Pero ni crea el lector que Viera tomó partido en esos dime-que-te-diré, pues más bien mostró buen olfato estético y asumió apreciables replanteos. En Prefiero los que cantan, como primer efecto «descoloquializante» se percibe la atenuación de lo anecdótico, de lo circunstancial, mientras el sujeto lírico se sitúa en un punto de vista que le permite, entre otros, el discurso omnisciente y el desdoblamiento (Y harto y extenuado y empolvado por tan extenso recorrido / buscando la tierra indescubierta / o quién sabe si la ruta más cercana / entre las manos y la exactitud del sueño / he aquí que de pronto alguien desde mi propio palo mayor grita «tierra» y sucede que enquillo / —cuando ya no quedaba ni siquiera hambre en las bodegas— / violenta, inesperada, sorpresivamente en tus arenas / y véote y créote efectivamente como la tierra que buscaba… «Descubrimiento»); también el crédito a lo mítico (Para los que ahora, piensan en ella, / solos y cerrados en la noche, / aviso que está ahí / que habita afuera la dama de la noche, / todos pueden verla fácilmente / pero no vayan a tocarla / porque entonces se rompe / y hay que empezar de nuevo. «Dama de la noche»). Gana el lenguaje en intensidad melódica, con distribución de acentos e inoculación, acaso inconsciente, de fórmulas de versificación tradicional heterodoxamente palpables; aflora el llamado «tema eterno» y el arsenal léxico muestra un trabajo de selección con mayor y mejor uso de la pinzas para extraer vocablos de efectismo antipoético, como el de aquellos «bueyes románticos» antes citados. Conservan los textos de este libro, a todo lo largo de su estructura, ese aire de conversación cercana que demarca la continuidad con su antecesor. No pierde Félix Luis Viera el contacto con la tierra, con las problemáticas del devenir, solo que se torna, para decirlo de alguna manera, más sentencioso y esencial.
El conjunto se completa con poemas de los últimos tres libros del género publicados por Viera: Cada día muero 24 horas (1989), Y me han dolido los cuchillos (1991) y Poemas de amor y de olvido (1994). En los tres aprecio un regreso con el alma purificada tras la meditación en el desierto, a los códigos más evidentes del coloquialismo, sobre todo por la reasunción de lo anecdótico y lo circunstancial y la tiranía del punto de vista del «yo»; pero, ojo, ya nunca más estaremos ante el arrebato coloquial y lo antipoético contrastante. Considero que lo prevaleciente en estos tres poemarios es una intensificación de la narratividad, que ya se anunciaba en textos anteriores, matizada con las ganancias tropológicas y de versificación que tuvieron su instante cimero en Prefiero los que cantan. Ejemplos de lo dicho pudiéramos hallar en textos como: «Desnuda» y «Como si volviera después de tanto tiempo y nos encontrara llorando» (de Cada día muero 24 horas), «Distancia» y «Última canción del caminante» (de Y me han dolido los cuchillos), «Quiero que se haga leyenda» y «Para Elisa» (de Poemas de amor y de olvido), pero estos ejemplos solo muestran una mínima parte de lo que me gustaría exponer, puesto que estamos ante la concreción de una voz cuya madurez se diseña desde el conjunto, nunca desde los textos aislados.
Tengo noticias de un último poemario, inédito aún, escrito por Félix Luis Viera durante su estancia en México. Se titula La patria es una naranja e intuyo que la razón por la cual no incluye ninguno de esos poemas en La que se fue responde precisamente a su carácter inédito, tanto como a que es un libro donde está presente, más que el amor, la amargura por la lejanía. No obstante, como llevo ventaja por haberlo leído en parte, adelanto que en él, desde el punto de vista formal y de concentración de esencias poéticas, aprecio nuevos crecimientos en todos los sentidos.
Concluyo casi abruptamente, con una recomendación para los editores cubanos: la poesía de Félix Luis Viera merece que en nuestro país se haga, tanto por sus calidades, como por su condición de cubano, una edición como esta que comento, solo que concretando un recorrido más abarcador, no ceñido a un tema único. Igual lo merecería su obra narrativa. Y ahí dejo en el aire la idea, pues si tuvimos la inteligencia de publicar recientemente, con elemental justicia poética, un libro de Manuel Sosa, hacerlo también con Félix Luis Viera sería equivalente a confirmar que no estábamos, en el caso de Sosa, ante un hecho casual, sino ante la materialización de una política donde cobraríamos como ganancia una notable ventaja con los pacatos y a veces furibundos espacios del exterior, cerrados (o al menos indiferentes) a los cubanos que residimos y escribimos en Cuba.

Santa Clara, 21 de septiembre de 2008

[1] Un ejemplo: en el ensayo «Literatura cubana de fin de siglo» (consultado en Menchelenapo, martes 14 de junio de 2005) el crítico Francisco López Sacha omite a Félix Luis Viera de la relativamente amplia nómina con que ejemplifica sus comentarios, pese a que Viera publicó poemarios, novelas y libros de cuentos que en su momento (precisamente finales del silgo xx) recibieron comentarios muy elogiosos de la crítica y los lectores. Respeto la agudeza de Sacha, pero según creo, en el autor que analizo se tipifican en buena medida las cualidades que él resalta, amén de que algunos de sus libros fueron acreedores de importantes premios como el David, el UNEAC y el de la Crítica, este último en dos ocasiones.

domingo, 18 de enero de 2009

ENTREGA DE PREMIOS DE POESÍA INFANTIL CHARO GONZALEZ

Por Miguel Ángel Zorrilla Larrea

El pasado viernes 5 de Septiembre se celebró en la localidad de La Bañeza (León, España) la entrega de premios del primer certamen de poesía infantil Charo González. Un buen amigo nuestro, el holguinero Luis Caissés recibía el Segundo Premio, que yo tuve el honor y el gozo de recoger en su nombre. Con este escrito quiero haceros llegar el testimonio de mi participación en ese acto.

Conrado Blanco González. Cuando estudié periodismo me enseñaron que las noticias deben comenzar con el dato principal. Y aún no sé si esto que empiezo a escribir es periodismo, pero aquí no hay otro principal que Don Conrado. Él es el actual cronista oficial de La Bañeza, el encargado de investigar en la Historia de su ciudad y de dar a conocer su actividad cultural actual, labores que cumple con tesón indomable. Conrado tiene 86 años, pero no se detiene. Ni siquiera por la notoria pérdida de visión que sufre. En todos sus años de tarea se ha visto favorecido con el apoyo constante y el toque de sabiduría femenina aportado por su mujer, Charo González. Y él lo ha agradecido siempre.
Charo y Conrado han vivido volcados en el fomento de actividades culturales, y dedicado a ello, generosamente, una buena porción de su patrimonio. Cualquier suceso que afecte a la historia, tradiciones o cultura bañezanos y haga resonar por doquier el nombre de La Bañeza cuenta con su apoyo. Y se acaba creando una fundación que va recogiendo todo el fruto que su presencia cultural genera: documentos, libros, catálogos. Y que va produciendo nuevos acontecimientos: hace unos 20 años, para recordar a su padre, confitero, pero también animador cultural, promotor de prensa jocosa y versificador festivo, Conrado Blanco González convoca el premio de poesía “Conrado Blanco León”.
Hace pocos meses, en Febrero, inopinadamente llega la tragedia. Y llega como el rayo, sin dar opción a preparar el ánimo para sufrirlo. Conrado, que era unos años mayor que Charo, por ley de vida quizá nunca había concebido que fuera él, y a edad tan avanzada, el que se quedara con toda la soledad de su casa. Sin embargo es lo que le toca ahora.
Cualquiera, incluso más joven que Conrado, pudiera haber caído en un abatimiento súbito, lo que sería destructivo para un hombre, aunque metódico, siempre inquieto. No debe ocurrir eso. Además hay amigos, colaboradores de la fundación, público que ha atendido a sus crónicas bañezanas. Los más sensibles de ellos van buscando una fórmula para transfigurar el duelo. Cuando el recuerdo de Charo, en medio de la soledad, se apodera de todos los rincones, y su nombre resuena inevitablemente a cada instante en la cabeza del hombre que ha compartido con ella tantos años... ¿Tiene sentido resistir? ¿No es mejor hacer como el junco que se dobla en la brisa? Alguien inspirado sugiere: si el nombre de Charo no puede desvanecerse, démosle cauce, voceémoslo. ¿Por qué no se da su nombre a otro premio de poesía? Precedente ya tenemos. Y sabiendo como era Charo un dechado de cariño ¿no será lo adecuado que sea un premio de Poesía Infantil? La idea es afortunada: mejor que en una inmóvil lápida funeraria, más fructífero va a ser el nombre de Charo en un certamen, en los carteles y pasquines, en boca de la gente año tras año, en las reuniones de entrega de premios, en las ediciones que pueda producir... No hay punto de comparación. Conrado lo piensa una temporada pertinente y acaba pronunciando una de sus sentencias favoritas: “Adelante con ello”. Conrado no suele quedarse atrás.
El premio se convoca. Se dota y se redactan las bases, se publican, se publicitan. Todo con cargo al bolsillo del patrocinador. Hay que decirlo, porque reconozcamos cínicamente que el bolsillo es uno de los órganos más dolorosos del ser humano, pero Conrado es de otra especie. Él está acostumbrado a que, cuando presenta una exposición, o conferencia, o cualquier otro acto relacionado con su labor de cronista, se deja en la entrada una mesa con un montón de sus libros, anunciando que quien lo desee puede llevarse los que quiera. Corre el riesgo de que los lleve algún necio de los que confunden valor y precio... pero también es probable que caigan en alguna mano agradecida. Así lo ha hecho siempre.
En esta ocasión, cuando Maribel y yo llegamos a La Bañeza nos encontramos con el hotel pagado, un taxi a nuestra disposición, el consabido montón de libros para el público que asiste a la entrega de premios, y los galardonados recogemos (yo por delegación) un fino estuche con la placa de inscripción del premio, llavero de plata recuerdo del Camino de Santiago, dotación del premio, libro de recuerdo dedicado a Charo, que recoge los retratos hechos por pintores y escritores de la región, y está igualmente, a disposición de todo el público. Después nos conduce a una cena para 40 invitados...
Cito estos datos no para retratarle como un potentado opulento que apabulla, porque aunque su cuidado por el detalle es refinado hasta el extremo, toda su hospitalidad es amigable y campechana, previendo las inquietudes del invitado, poniéndose en su lugar, a veces adelantándose a lo que sabe que surgirá. Para la cena no ha elegido ninguna receta exótica, ni experimental ultramoderna, ni con nombre largo o en francés, sino el producto más señalado de la comarca: las alubias blancas bañezanas, guisadas con sencillez y buen gusto. Aprovechando, como siempre, para dar cancha a lo propio de su tierra. Y al día siguiente, antes de que nos marchemos se acuerda de pasar a saludarnos y nos entrega unas cajas de algo que sabe que todo el mundo nos ha recomendado adquirir: la joya de la repostería local, las imponentes yemas dulces bañezanas. Él, por supuesto, las trae de la Confitería Conrado, con el añadido de unos “conraditos” (láminas finas de chocolate con pasta y almendras, marca de la casa) para el viaje: Está en todo, en estos viajes hay que reponer energías...
Pero me estoy adelantando. En la entrega de premios presenta el acto Alejandro Valderas, bañezano, historiador, colaborador habitual de la Fundación de Conrado. Su mujer, Camino Ochoa, maestra, secretaria del jurado y también perenne colaboradora de Conrado, lee el acta y da cuenta de las circunstancias de recepción y deliberación de las obras. A continuación, vuelve Alejandro dando noticias de los ganadores: Primer Premio para José González Torices, zamorano, autor con un cuantioso historial de creador y editor de literatura infantil; Segundo Premio para Luis Caissés, cubano de Holguín, igualmente autor de numerosas obras de este género; y hasta se digna presentar a este delegado que sólo viene a representar a un amigo lejano, que, forzado por la distancia, no puede recoger en persona el premio que sólo él merece. Pero me asombra la dedicación de Alejandro: sabe más de nuestros respectivos historiales que nosotros mismos, no hay página de Internet que no haya rastreado, incluida la de la Biblioteca Nacional cubana, por lo cual conoció que Caissés ha publicado recetas de cocina; y le sorprendía porque no sabía aún, hasta que se lo conté yo, que aunque poeta vocacional siempre, desempeñó durante años su trabajo entre los pucheros, como la Santa de Ávila.
Prosigue el acto: lo ameniza con música una sobrina de Conrado, o para ser más exactos, sobrina carnal de Charo, Elena González, intérprete del oboe, veinteañera y juncal, becada para cumplir sus estudios musicales en Suiza. Pese a su juventud y a la dificultad de la obra, se marca con autoridad seis solos de Britten, acerca de las Metamorfosis de Ovidio. Consigue que las cabriolas de un solo viento llenen la sala con suficiencia. Si Conrado logra contener la lágrima es un verdadero milagro.
Hablamos los premiados, es decir, el premiado y el delegado del otro. Sin poder huir del tópico, es comprensible, pero con absoluta sinceridad, agradecemos nuestra suerte, y leemos los poemas respectivos. Y después aparece un caballero de los Amigos del Camino de Santiago que nos impone a los “artistas” la concha del peregrino.
Luego, para rematar, habla el Alcalde. Cumple galanamente con todos, y en lo que a mí respecta, hace votos por volver a verme en La Bañeza recogiendo un premio. Casi me asalta el impulso de interrumpirle, porque me acuerdo de Martí, de que mejor que ser príncipe es ser útil, y me sale del alma que prefiero... se lo digo más adelante en un aparte, sin querer dar la nota: prefiero venir a echar una mano que a ser premiado. Un segundo episodio de Martí me reafirma: deme La Bañeza y Conrado en que servirles, y tienen en mí, si no un hijo, sea un ayudante dispuesto, que tampoco es mala cosa. Porque sus ganas de crear novedades en el nombre de Charo prometen tarea. Y esta voluntad suya de atender merece correspondencia. Presiento que algo se les ocurrirá, antes o después.
Pero excuso decir, el verdadero remate del acto lo ha de poner, sin duda, Conrado: reafirma lo que intuíamos, pero lo dice con todo su ser aclarando que “hijo de un pastelero, cómo voy a estar en esta ocasión: hecho un merengue”. Los aplausos resuenan cálidos, hondos, con la misma cercana hospitalidad bañezana que él derrocha.
Aún tuvimos ocasión de aprovechar el día siguiente para dejarnos guiar en León capital por Alejandro y Camino. Lo saben todo: la ubicación, procedencia y misión casi de cada piedra de esta ciudad que viene de la legión romana. Y nos queda tiempo para mostrarles las obras que hemos editado, entre las que figuran un relato y dos poemarios de Caissés, cuyos títulos ellos han visto en Internet, pero sin conseguir localizar distribuidor. Ahora entienden por qué: el editor soy yo y no tengo mucho tiempo ni recursos para aventuras comerciales. Pero están interesados en leer todo, en localizar lo posible, sobre todo del género infantil. Camino, que es, con seguridad, la ninfa Egeria que sugirió la creación del Premio Charo González, sostiene que un premio no es el fin en sí, sino el principio de todo: hay que poner esos versos al alcance de los niños. Ella es maestra y ya ha decidido que en cuanto empiecen las clases, en la suya se trabajará sobre los textos recibidos. De hecho, en el mes vacacional de Agosto, ya ha reunido todos los niños a su alcance para pedirles que ilustren los poemas y así poner unos paneles en la sala de la entrega de premios. Pero falta la guinda: tratar de llegar a los niños de más lejos, a los lectores de libros; sería conveniente promover una edición.
¿Estará de acuerdo Conrado? A estas alturas sospechamos que huelga la pregunta. En efecto, Camino ya ha sondeado la posibilidad, y ha vuelto a escuchar, cómo no, el animoso “Adelante” del cronista. Pero aún es temprano para decidir la forma y contenido del volumen. Conrado lleva unos días muy ajetreados con el plan de la entrega de premios y, cumplido el acto, se merece un descanso. Quieras que no, dice algún contertulio, son 86 años, han de pesar en su actividad... Pero Alejandro nos matiza: es el acto número 12 que Conrado promueve en lo que va de verano... – y añade con sorna cargada de cariño: “va a acabar con nosotros”. Estamos seguros de que Conrado no cejará en su “adelante” generoso, y que Camino empezará a recopilar el posible contenido del libro, y a velar por la repetición de convocatorias del Premio Charo González. Espero que las labores den sus fruto, y que yo pueda informaros de todo ello. Porque, como les dije, en la medida de mi capacidad y fuerzas, pueden contar conmigo. Ya saben, “no una, dos ni tres, sino contar conmigo”.

Nota publicada originalmente en el Diario de León.

sábado, 17 de enero de 2009

COMO CASI NADIE SABE… ALGUIEN DEBE DECIR




Conocí a Carlos Barrunto con otro nombre, en otros tiempos y en otra ciudad –ya la ciudad no es la misma, ni decir del tiempo, si es que algo alguna vez es lo mismo– cuando nos movían afanes de superar lo estrecho y pacato de una vida provinciana. La música, liderada por los Beatles y la poesía, eran nuestras sutiles pero al parecer potentes armas, pues llamaron la atención de soberbios burócratas y no dejaron de causarnos problemas. Éramos jóvenes y, ya se sabe, la juventud es heroica, no tiene edad ni límites, solo arrestos, sueños, inagotable hambre de mundo. Y la música y la poesía eran nuestros continentes virtuales, ante la imposibilidad de salir al mundo dada nuestra condición de isla, cercada por “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, como lamentara el poeta, y la inflexible estupidez de los que nada saben y nada sienten. Allí éramos todo lo que queríamos ser, era nuestra Arcadia y nuestra Mancha. En los parques, sombreados de añosos árboles, nos sentábamos a ver la vida ambular, fluir, en las esbeltas piernas de muchachas, y en los amigos con quienes dibujábamos sueños, definíamos una verdad inefable pero que sentíamos más honda que todo cuanto nos rodeaba. Aquellas reuniones cándidamente bohemias, donde creíamos que inventábamos el mundo, nos hicieron, para siempre, insobornablemente distintos e imbatiblemente tenaces en nuestros empeños.

Carlos era entonces profesor de literatura. Trabajaba para la radio. Conocía bien el canon de la literatura hispanoamericana y el arte de la comunicación. Además, se insertaba en una generación que, sin alardes ni artificios, buscaba su propia voz. Nuestra poesía nunca fue enfática ni patriótica, sin dejar de serlo por su nervio esencial humano –recuérdese, Patria es humanidad, dijo el Más Grande–, pero de una patria portátil, simpática, asequible, velardiana, a escala personal, de simples prójimos. Dos temas, si mi memoria ya golpeada por los años y el abuso no titubea, eran firmes en él: al amor y la belleza. Lo hacía con un depurado apego a lo mejor del oralismo, mejor que coloquialismo, pues sus versos eran de quien enunciaba de viva voz, en declaración íntima, en el tono de poetas como Neruda, Eliseo Diego, Lorca o Aleixandre.

Ahora a la vuelta –si porque el paso del tiempo presupone el eterno retorno, así el reencuentro– recibo para mi placer y más conmovido afecto este hermosísimo libro, Como casi nadie, no me apena adjetivar. Es fácilmente comprobable. Lo he leído varias veces, para saber si es la cercanía del afecto o lo sustantivo que en él palpita lo que me atrae. De manera que sé con la mejor certeza, la del alma que no explica con palabras, que es poesía de la más depurada.

En lenguaje desnudo pero certero, con construcciones breves, directas, sin rebuscamientos ni oropeles, pero con la belleza del que llega a la médula de las cosas, nos da un puñado de versos que, de cierta manera reedifican aquellos que le conocía. No es casual que en su “Poética” rechace la pose, la pedante literaturización de la vida y prefiera esta en su desnudez y verdad, en su movimiento y criaturas más palpitantes. Poesía no es adornar ni bonitizar. Es ver con ojos limpios la médula más exacta y perdurable de la existencia. Aquí están muchos de los molinos de viento y obsesiones que nos hechizaron de jóvenes. Véase si no “Fábula”. Dice lo que hicimos –tal vez eso seguimos haciendo, ahora desde la memoria y las palabras–, andar y andar y enfrentar todo por rescatar la beldad que es verdad. En definitiva, todo poeta si es, es un caballero andante, deshaciendo los obstáculos que lo separan de su Dulcinea y su Barataria. En sus textos es el eros galante el que predomina. El poeta una y otra vez enaltece al objeto de su devoción y goce. Poesía del fervor amoroso más que del acto en su cumplimiento sensual. Es el cuerpo de la amada el aleph donde se realiza todo sacramento y toda poesía, la más exacta certeza. Ténganse para muestra “El amor es breve”, “Pastorela”, “Allegro”, “Tarde de lluvia con Edith Piaff”. Y está el texto “Memoria de Rainer Maria Rilke” donde se unen el amor y el destino del ser. Porque el amor y el devenir son la sinergia que nos lanza a lo que somos. Es un intento por asomarse a “los incendios, las miserias y los tesoros del alma”, que forman los caudales del hombre. No hay felicidad posible que no esté labrada en el dolor. Así los versos de Rilke revelan “que al más feliz de los hombres / puede alcanzarle una mañana el desamparo, / la misma incertidumbre del adiós, de las pérdidas y las distancias”. Este poema puede revelarse como biografía de una generación, cuyo acaecer se traduce en esas runas: amor, adioses, pérdidas, distancias. El ser es una urdimbre de circunstancias donde lo afectivo y lo histórico, lo eventual y lo intemporal, se anudan y lo conforman. Todo hombre es una piedra labrada por el amor y los vientos.

También está la lejanía de lo que tuvo y confirió un sentido, y se echa ahora como una mordiente bestia a nuestro costado. Se ve en “Bajo una luna altísima”, poema que arrasa, por reproducir una experiencia próxima y dolorosa. Aquí se ve la emblemática camisa, “amable, romántica, liberal…enemiga del safari y la guayabera moderna”, que escindió un tiempo y una isla para nuestro perpetuo dolor y vergüenza, pero también para nuestra esperanza. La ciudad una y otra vez muestra sus rincones amorosos y afligidos. Surge revivida, nunca perdida aunque distante, de “Adónde irá el camino”, con alusiones a sitios, prácticas y amigos que hicieron camino al andar. Pero si el tiempo recordado parece dar un salto en el vacío como el amigo muerto, la palabra, el texto, resucitan instante y presencias, y las restituyen para la perpetuidad del sentido salvado. El tema vuelve en el breve pero intenso “Parque San José”, el Elíseo de amantes y bohemios en la ciudad, donde el hálito del afán verdea en sus laureles que esperan por la vuelta anunciada de los amantes. También en el espléndido resumen de “Hasta la costa”, donde amor, memoria y sueños, se encuentran, entran en conflicto, arrojan al ser hacia la orilla. ¿Cuál?, nos preguntaremos. Y ¿hacia qué costa nos arroja la vida sino es a la del anhelo incumplido, al borde mismo de la espumeante nada? Solo somos nuestras derrotas, parece decirnos, pero en ellas flamea, como un fuego fatuo, lo mejor nuestro que se ha quemado y que ahora, fulgor, nos ilumina en la aceptación del borde último.

El final no puede ser más memorable. “Yo vendo fantasías”, proclama el poeta –es lo que hacemos los poetas–, “y de algún modo soy feliz con mis suerte. / Ya nada me sujeta bajo los toldos lejanos. / Ya nada me juzga entre las hojas perdidas.” Declaración de una poética y, quizá, testamento. Telón luminoso, sans peur et sans reproche, el poeta se crece en sabiduría. La felicidad es un estado de gracia, la revelación de la exactitud del ser y su verdad, más que la infatuación en goces y ganancias. Ha sido largo el camino, arduo, plagado de acechanzas y pérdidas, pero en la entereza de su admisión está lo robusto del hombre. Nada sabríamos del gozo sin el dolor, ni de la luz sin la sombra. Como casi nadie sabe al empezar el trayecto y solo algunos llegan a entender. Para eso hay que abrirse el pecho y mirar con ojos limpios, sin prejuicios ni auto compasión. Cuando ya es tiempo de aceptar, declarar y proseguir con esa felicidad de los que no se engañan y entreven la luz verdadera.

En fin, no hay poema que no someta al lector a un temblor, a una tensión, a una revelación de un destino golpeado pero sentido. ¡Salve, amigo, has escrito el testimonio emotivo de una generación! Me hubiera gustado escribir cada uno de esos poemas, pero en fin los escribiste y ya son míos. Nuestros. Para siempre.


Manuel García Verdecia
Holguín, 13 de enero de 2009