Por
Ricardo Riverón Rojas
-I-
Se habla poco en Cuba —y siempre con malos ánimos— del movimiento poético que, a expensas del coloquialismo, se instaló como tendencia dominante mientras transcurrían las dos primeras décadas posteriores al triunfo de la revolución. Hacia el olvido o la insignificancia dolosa son remitidos frecuentemente, por las instancias críticas y los veleidosos movimientos pendulares de la vida literaria: libros, actos y memorias de escritores que en algunos casos merecerían, a mi entender, nuevos y más desprejuiciados enfoques.
De atenernos a lo que las prerrogativas citadas establecen, podríamos terminar concluyendo al bulto (mezclando justos y pecadores) que ninguno de los textos forjados al calor de esa estética contribuyó con un mínimo aporte al tesoro poético de la nación. Las relaciones, casi siempre gentiles, de aquel movimiento con las instituciones fomentadas por la revolución no convocan a mucha indulgencia, y en dicha actitud influye el episodio de que en el infeliz entramado de esas relaciones se concretaron coyunturalmente pactos autoritarios y extremistas prestos a excluir una amplia, compleja y rica ejecutoria de creación y reflexión precedentes. El período de más de treinta años de evolución institucional que opera en nuestro país en beneficio de la pluralidad del diálogo y la «descongelación» de muchas de las figuras y procesos estigmatizados con la etiqueta de «burgueses», si bien actúan como bálsamo reparador, no han conseguido cerrar del todo las heridas, como puso de manifiesto, hace algo más de un año, la llamada «guerra de los e-mails».
Es hora de parar esa noria, creo, y de adjudicarle a lo escrito por aquellos «antipoetas», el valor que lo literario podría marcar, como corresponde al momento que vivimos, evidentemente de una madurez reflexiva superior. Ahora mismo me detengo en lo intrincado y espinoso de ese camino, tan lejos de aquellos primeros arrebatos, halo la soga y traigo a mi propuesta de reanimación, no el proceso en su totalidad, sino la mención de algunos poemarios de la etapa, acaso porque entonces me parecieron —y algunos me siguen pareciendo— significativos. Lenguaje de mudos (1969), de Delfín Prats, inaugura mi lista, a manera de desagravio personal por culpas que no debo; siguen dos de los pocos que, enigmática y afortunadamente, han escapado a la pulverización crítica: Cabeza de zanahoria (1968), de Luis Rogelio Nogueras y Casa que no existía (1968), de Lina de Feria. Y en la mínima relación incluyo también: El libro rojo (1970), de Guillermo Rodríguez Rivera; De una isla a otra isla (1970), de Víctor Casaus; Ensayo sobre el entendimiento humano (1971), de Eduardo López Morales; Matar el tiempo (1969), de Sigifredo Álvarez Conesa; La tierra que hoy florece (1975), de Nelson Herrera Isla; Con el mismo violín (1971), de Jesús Cos Cause; Abrí la verja de hierro (1973), de Fayad Jamís; La isla que habitamos (1973), de Efraín Nadereau; Viejas palabras de uso (1978), de Ángel Escobar; El hombre que somos (1976), de Carlos Martí Brenes y A dos espacios (1982), de Alex Fleites. Enumero con susto por el azar, y como todo aquel que acude al recurso de esbozar un gran conjunto valiéndose de fragmentos, acaso peque de omiso. Quede constancia de que no me anima el afán de excluir, sino que acudo a algunos ejemplos de los que la caprichosa e indulgente memoria me dicta.
De la relación anterior extraje, deliberadamente, algunos libros no menos significativos, no para obviarlos, sino para atenderlos y entenderlos —a tono con la voluntad de sus autores de vivir en otros sitios y al amparo de otra lógica— en párrafo aparte. En esa segunda lista, sin que la calidad determine el ordinal, menciono a algunos de los que influyeron de manera apreciable en los espacios de la vida literaria cubana de entonces, todos ellos acreedores en algún momento del entonces consagratorio Premio David: Papel de hombre (1970), de Raúl Rivero; De regreso a la tierra (1974), de Osvaldo Navarro; Escrito a los veinte años (1979), de Andrés Reynaldo; Al cierre (1972), de Minerva Salado; Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (1977), de Félix Luis Viera y Con raro olor a mundo (1981), de Víctor Rodríguez Núñez. Las nuevas consideraciones que reclamo para las obras que este grupo representa, intentan apartarse deliberadamente de razonamientos derivados de las respectivas posiciones de sus autores ante la política, así como acogerse básicamente a lo literario. Lo variable, cuestionable o atendible de sus pronunciamientos en torno a hechos extraliterarios podría ser objeto de otras reflexiones, pues mi análisis apenas propone posar una nueva mirada sobre aquella poética que ellos cultivaron y, sin que lo considere un sinsentido, leer a la luz de la actualidad algunos de sus posibles aportes. Sucede que las marejadas devaluadoras de un devenir rebosante de exabruptos han prolongado por demasiado tiempo la «evaporación» o «amputación» de esas presencias en la historia literaria cubana.
Todos los autores mencionados en el párrafo anterior iniciaron su presencia pública en nuestros espacios cuando los influjos de la antipoesía se mostraban aún artísticamente renovadores. Recursos estilísticos como el desprejuicio lexical, la laxitud rítmico-melódica, la humildad del sujeto lírico, el tema inmediato y tratado anecdóticamente desde una (a la larga percuciente) segunda persona parecían en aquellos momentos el molde adecuado para expresar un entorno donde se concretaban cambios sociales, económicos y políticos de elocuente radicalidad. Hacer poesía con la materia prima opuesta a lo que hasta entonces se consideró «poético» se instauró como ruptura estética —algo trasnochada si atendemos a que ya en 1954 Nicanor Parra había publicado Poemas y antipoemas— donde cobraban cuerpo artístico las otras rupturas que vivíamos en Cuba.
Los posibles aportes del coloquialismo cubano escrito desde aquellas luces y escamoteos, y extrayéndole todo el oportunismo y ciertos excesos hegemónicos que algunas de sus figuras usufructuaron, tal vez se localicen en la ampliación hacia los márgenes de la humildad de los protagonismos atribuibles al sujeto lírico y al interlocutor poemático; a ciertos juegos de ingenio y humor; al antirretoricismo; a la asunción de un fuerte influjo testimonial; a un enfoque que potenciaba las esencias populares antes vistas, en el mejor de los casos, con indiferencia. El reciclaje del prosaísmo, tan caro a algunos poetas del grupo Minorista (pensemos en Villena y Tallet) también se incorporó como elocuente marca estilística capaz de aportar cierto tono ensayístico o de crónica cinematográfica.
Los rasgos que considero aportes de aquella promoción, catalizados hasta la enésima potencia por el espaldarazo de las instituciones y el monólogo mediático acabaron derivando en la autentificación de una fórmula menor, instigadora a su vez de un falaz igualitarismo cuyo saldo contribuyó, sin duda, a una pérdida de prestigio para el oficio y sus practicantes, pues toda la poesía pasó a ser vista, a expensas de cierto furor seudodemocrático, como una variante de la «literatura de campaña» (y hasta del chiste), a la que se le «perdonaba» la falta de pericia del soldado en virtud de los valores de su actitud aguerrida y el testimonio que transmitía. El nacionalismo a ultranza que encajonó sus alcances también, hoy, se nos configura claramente como otra de sus flaquezas. No obstante, aún queda mucho por bucear y mucha justicia poética por distribuir a favor de las mejores creaciones de aquella hornada, pues no es justo ni inteligente condenar al fuego a toda una escuela por la actitud herética de algunos de sus «monjes».
-II-
Un hecho que podríamos suponer accidental me sirve para el redondeo mínimo de las reflexiones en que me concentré en el apartado precedente. Enviado por su autor, que a la sazón reside en México, recibí un ejemplar de La que se fue, brevísima antología de la poesía amatoria publicada por Félix Luis Viera (Santa Clara, 1945) que debemos agradecer a la editorial Red de los Poetas Salvajes.
La lectura de los veinticinco textos que integran La que se fue me sirvió para captar, en un breve brochazo panorámico, importantes coordenadas de una trayectoria que, si bien conocía fragmentada, no suponía portadora de la coherencia que el opúsculo confirma. Una vez adentrado en el análisis de los poemas que lo configuran, volví a sentir el desconcierto, y hasta la vergüenza ajena, al recordar con qué tranquilidad algunas valoraciones sobre la poesía cubana —divulgadas tanto dentro como fuera de Cuba— por lo general eluden, con olvido grosero o elegante, a autores y libros que debían ser referencias naturales. No me queda otra que sospechar de quienes, con el pacto del silencio, persisten en cobrar aquellas cuentas y, en un caso como el que me sirve de apoyo —que no sería el único— por la circunstancia de que el autor se ubica en ese sitio que eufemísticamente hemos convenido en llamar, allá y acá, «la orilla opuesta», sin que la lectura sea exclusivamente geográfica. De más está decir que, con su desdeñosa actitud, los estudios que cuestiono, en pos de un pírrico y paradójico botín, extraen buenas joyas del baúl y las tiran a la papelera, lejos de atesorarlas, como indica el sentido común en un terreno tan cambiante como el de la receptividad artística.
Además de la ya reseñada descalificación a priori de todo lo que huela a coloquialismo de los sesentas-setentas, las actitudes sostenidas por los autores ante los acontecimientos políticos se ha erigido cisma insalvable para la promoción y análisis de la poesía cubana. Lo mismo se devalúa adentro a los de afuera, que en aquellas latitudes se ningunea a los de estas: cada cual mirando para su lado como si el mundo inefable del espíritu de una nación y las inasibles fronteras de la poesía se pudieran demarcar con paralelos, meridianos y filiaciones y no pertenecieran a una esfera de la Historia que trasciende a los acontecimientos, y hasta a sus propios autores. Y lo peor es que en una buena parte de los casos las devaluaciones no provienen de instancias políticas, sino de figuras e instituciones literarias, aunque aquellas tampoco se quedan completamente fuera del potaje. Parece que a algunos intelectuales implicados en el asunto, atenazados por la feroz competencia en pos de los esquivos espacios, no les conviene reconocer al «otro», actitud con la cual revelan una vez más la falta de espíritu solidario y plural que en esa carrera en pos de la eternidad esgrimen algunas de las promociones actuantes en la actualidad literaria cubana. Si dicha actitud partiera solo de las instancias burocráticas, no sería motivo de sorpresa, aunque sí de alarma, pero que parta de los propios medios intelectuales provoca, cuando menos, el deseo de criticarlo.
El hecho de que en fecha relativamente reciente empezáramos a asumir como tesoros de nuestro panteón literario los aportes de Gastón Baquero, Eugenio Florit y Heberto Padilla —para hablar de tres poetas de obra indiscutible—, o de Guillermo Cabrera Infante, Enrique Labrador Ruiz y Jorge Mañach —para ampliar el diapasón hasta la prosa— no debe ser leído con demasiado entusiasmo si para ese viaje los escritores debieron mostrar, sine qua non, el pasaporte que acuñó la muerte. Muchos autores cubanos vivos andan por el mundo, con actitudes de diverso tipo, y a todos les cabe el derecho de la representatividad en el país natal, que de diversa manera expresan, con la justa valoración de sus obras.
Debo reconocer que también en el sentido opuesto se concretan absurdos. Aplaudo como a un acto de justicia insoslayable que, tal como se prevé, se publique la poesía completa de Heberto Padilla… pero, ¿cuándo lo haremos también con la de Rafael Alcides? No ignoro que muchos de los autores de la diáspora, más otros que permanecen en el país alejados de su vida pública, se niegan a ser publicados aquí, pero ello no justifica el ninguneo de la crítica.
Me apoyo para mis reflexiones en el caso de Félix Luis Viera, porque en él se tipifican —como en otros que conozco y de cuyos últimos libros no tengo noticia— una buena parte de los males arriba puntualizados, más otros que ni siquiera menciono, como el de la cíclica invisibilidad que con tanta galanura distingue a los autores del interior del país. Inventariado como «coloquial caimanero», residente primero en provincia y luego en el exterior, Viera es injusta y frecuentemente omitido de panoramas escritos desde esta perspectiva social
[1]. Tanto su poesía como su narrativa, en atención a sus valores, no merecen el borrón, que probablemente provenga también de esa negligencia crítica derivada de la «visión tubular», autointerdicta y nada ingenua que impide a algunos mirar más allá de lo inmediato circundante, donde se concretan las canonizaciones que les complace aceptar y que, en el caso de los que no viven en Cuba, solo se franquean, como vimos, tras la muerte o el pronunciamiento político denotativo a favor del proceso revolucionario. Ninguna de estas dos condiciones las cumple Viera: vivo, actuante y pensante, aunque tal vez convenientemente invisible para algunos.
-III-
El primer acierto de La que se fue se localiza, según creo, en la decisión de ceñirse a un tema único: la poesía de amor. La reducida posibilidad editorial en buena medida obligó al poeta a centrar su balance sobre la cuerda de sus composiciones mejor recibidas desde los primeros libros. Precisamente por esa «descontaminación» que un sentimiento tan universal como el amor propicia —lejos de cualquier política—, puedo adentrarme en mis prolijos razonamientos sobre la política y el acontecer culturales sin enrarecer las posibles lecturas del cuaderno.
Al leer las primeras páginas del libro nos enfrentamos con composiciones pertenecientes al ya citado Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia. Aquel primer libro, si bien respondía a la estética coloquial en boga, se destacaba por la pericia con que el poeta desplegaba los recursos tropológicos que, aun atenuados por la sencillez y la recreación del habla común, no dejaban de mostrarse intensos. Más allá de algunas de las temáticas abordadas en el cuaderno, me interesa rememorar algunas características formales que podrían permitir considerarlo una especie de libro de transición, donde la marca antipoética, pese a estar presente con fuerza, comienza a desdibujarse como el elemento paradigmático en que las convenciones actuantes la habían transmutado. Es conveniente precisar que el sistema de analogías que establecía Félix Luis Viera en aquel poemario, a tono con la estética de la corriente, demandaba como preciada condición una «visualidad» de la metáfora. Y en su caso específico esta se manifestaba con figuras de notable vigor plástico. Casi al azar cito un fragmento del poema «Lluvia de verano»: «si llueve mi corazón se inunda, / se desborda, me hala hacia ti / con la fuerza de mil bueyes románticos»; por otra parte, en «Marianela» esta representación visual de la metáfora, pese a su contundencia plástica, gana cierta irracionalidad «Por eso cuando llegabas era igual que si se abrieran / las puertas de todas las iluminaciones y victorias / y constataba que era un zar terrible / un aguacero de ladrillos / una espada autómata en busca de tu sangre». Celebro que en la apretada selección el autor incluyera estos dos poemas, que calculo programáticos en el devenir de su poética.
Los textos que continúan el conjunto, organizado cronológicamente, pertenecen al libro Prefiero los que cantan (1988), según mi punto de vista el más singular e inquietante de sus poemarios. Evidentemente, pese a la larga espera editorial que enfrentó, no transcurrieron en vano doce años, que por demás coinciden con el período de más encarnizados debates entre la emergente promoción de los ochentas y la de los setentas, esta última en franco repliegue. Pero ni crea el lector que Viera tomó partido en esos dime-que-te-diré, pues más bien mostró buen olfato estético y asumió apreciables replanteos. En Prefiero los que cantan, como primer efecto «descoloquializante» se percibe la atenuación de lo anecdótico, de lo circunstancial, mientras el sujeto lírico se sitúa en un punto de vista que le permite, entre otros, el discurso omnisciente y el desdoblamiento (Y harto y extenuado y empolvado por tan extenso recorrido / buscando la tierra indescubierta / o quién sabe si la ruta más cercana / entre las manos y la exactitud del sueño / he aquí que de pronto alguien desde mi propio palo mayor grita «tierra» y sucede que enquillo / —cuando ya no quedaba ni siquiera hambre en las bodegas— / violenta, inesperada, sorpresivamente en tus arenas / y véote y créote efectivamente como la tierra que buscaba… «Descubrimiento»); también el crédito a lo mítico (Para los que ahora, piensan en ella, / solos y cerrados en la noche, / aviso que está ahí / que habita afuera la dama de la noche, / todos pueden verla fácilmente / pero no vayan a tocarla / porque entonces se rompe / y hay que empezar de nuevo. «Dama de la noche»). Gana el lenguaje en intensidad melódica, con distribución de acentos e inoculación, acaso inconsciente, de fórmulas de versificación tradicional heterodoxamente palpables; aflora el llamado «tema eterno» y el arsenal léxico muestra un trabajo de selección con mayor y mejor uso de la pinzas para extraer vocablos de efectismo antipoético, como el de aquellos «bueyes románticos» antes citados. Conservan los textos de este libro, a todo lo largo de su estructura, ese aire de conversación cercana que demarca la continuidad con su antecesor. No pierde Félix Luis Viera el contacto con la tierra, con las problemáticas del devenir, solo que se torna, para decirlo de alguna manera, más sentencioso y esencial.
El conjunto se completa con poemas de los últimos tres libros del género publicados por Viera: Cada día muero 24 horas (1989), Y me han dolido los cuchillos (1991) y Poemas de amor y de olvido (1994). En los tres aprecio un regreso con el alma purificada tras la meditación en el desierto, a los códigos más evidentes del coloquialismo, sobre todo por la reasunción de lo anecdótico y lo circunstancial y la tiranía del punto de vista del «yo»; pero, ojo, ya nunca más estaremos ante el arrebato coloquial y lo antipoético contrastante. Considero que lo prevaleciente en estos tres poemarios es una intensificación de la narratividad, que ya se anunciaba en textos anteriores, matizada con las ganancias tropológicas y de versificación que tuvieron su instante cimero en Prefiero los que cantan. Ejemplos de lo dicho pudiéramos hallar en textos como: «Desnuda» y «Como si volviera después de tanto tiempo y nos encontrara llorando» (de Cada día muero 24 horas), «Distancia» y «Última canción del caminante» (de Y me han dolido los cuchillos), «Quiero que se haga leyenda» y «Para Elisa» (de Poemas de amor y de olvido), pero estos ejemplos solo muestran una mínima parte de lo que me gustaría exponer, puesto que estamos ante la concreción de una voz cuya madurez se diseña desde el conjunto, nunca desde los textos aislados.
Tengo noticias de un último poemario, inédito aún, escrito por Félix Luis Viera durante su estancia en México. Se titula La patria es una naranja e intuyo que la razón por la cual no incluye ninguno de esos poemas en La que se fue responde precisamente a su carácter inédito, tanto como a que es un libro donde está presente, más que el amor, la amargura por la lejanía. No obstante, como llevo ventaja por haberlo leído en parte, adelanto que en él, desde el punto de vista formal y de concentración de esencias poéticas, aprecio nuevos crecimientos en todos los sentidos.
Concluyo casi abruptamente, con una recomendación para los editores cubanos: la poesía de Félix Luis Viera merece que en nuestro país se haga, tanto por sus calidades, como por su condición de cubano, una edición como esta que comento, solo que concretando un recorrido más abarcador, no ceñido a un tema único. Igual lo merecería su obra narrativa. Y ahí dejo en el aire la idea, pues si tuvimos la inteligencia de publicar recientemente, con elemental justicia poética, un libro de Manuel Sosa, hacerlo también con Félix Luis Viera sería equivalente a confirmar que no estábamos, en el caso de Sosa, ante un hecho casual, sino ante la materialización de una política donde cobraríamos como ganancia una notable ventaja con los pacatos y a veces furibundos espacios del exterior, cerrados (o al menos indiferentes) a los cubanos que residimos y escribimos en Cuba.
Santa Clara, 21 de septiembre de 2008
[1] Un ejemplo: en el ensayo «Literatura cubana de fin de siglo» (consultado en Menchelenapo, martes 14 de junio de 2005) el crítico Francisco López Sacha omite a Félix Luis Viera de la relativamente amplia nómina con que ejemplifica sus comentarios, pese a que Viera publicó poemarios, novelas y libros de cuentos que en su momento (precisamente finales del silgo xx) recibieron comentarios muy elogiosos de la crítica y los lectores. Respeto la agudeza de Sacha, pero según creo, en el autor que analizo se tipifican en buena medida las cualidades que él resalta, amén de que algunos de sus libros fueron acreedores de importantes premios como el David, el UNEAC y el de la Crítica, este último en dos ocasiones.