sábado, 17 de enero de 2009

COMO CASI NADIE SABE… ALGUIEN DEBE DECIR




Conocí a Carlos Barrunto con otro nombre, en otros tiempos y en otra ciudad –ya la ciudad no es la misma, ni decir del tiempo, si es que algo alguna vez es lo mismo– cuando nos movían afanes de superar lo estrecho y pacato de una vida provinciana. La música, liderada por los Beatles y la poesía, eran nuestras sutiles pero al parecer potentes armas, pues llamaron la atención de soberbios burócratas y no dejaron de causarnos problemas. Éramos jóvenes y, ya se sabe, la juventud es heroica, no tiene edad ni límites, solo arrestos, sueños, inagotable hambre de mundo. Y la música y la poesía eran nuestros continentes virtuales, ante la imposibilidad de salir al mundo dada nuestra condición de isla, cercada por “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, como lamentara el poeta, y la inflexible estupidez de los que nada saben y nada sienten. Allí éramos todo lo que queríamos ser, era nuestra Arcadia y nuestra Mancha. En los parques, sombreados de añosos árboles, nos sentábamos a ver la vida ambular, fluir, en las esbeltas piernas de muchachas, y en los amigos con quienes dibujábamos sueños, definíamos una verdad inefable pero que sentíamos más honda que todo cuanto nos rodeaba. Aquellas reuniones cándidamente bohemias, donde creíamos que inventábamos el mundo, nos hicieron, para siempre, insobornablemente distintos e imbatiblemente tenaces en nuestros empeños.

Carlos era entonces profesor de literatura. Trabajaba para la radio. Conocía bien el canon de la literatura hispanoamericana y el arte de la comunicación. Además, se insertaba en una generación que, sin alardes ni artificios, buscaba su propia voz. Nuestra poesía nunca fue enfática ni patriótica, sin dejar de serlo por su nervio esencial humano –recuérdese, Patria es humanidad, dijo el Más Grande–, pero de una patria portátil, simpática, asequible, velardiana, a escala personal, de simples prójimos. Dos temas, si mi memoria ya golpeada por los años y el abuso no titubea, eran firmes en él: al amor y la belleza. Lo hacía con un depurado apego a lo mejor del oralismo, mejor que coloquialismo, pues sus versos eran de quien enunciaba de viva voz, en declaración íntima, en el tono de poetas como Neruda, Eliseo Diego, Lorca o Aleixandre.

Ahora a la vuelta –si porque el paso del tiempo presupone el eterno retorno, así el reencuentro– recibo para mi placer y más conmovido afecto este hermosísimo libro, Como casi nadie, no me apena adjetivar. Es fácilmente comprobable. Lo he leído varias veces, para saber si es la cercanía del afecto o lo sustantivo que en él palpita lo que me atrae. De manera que sé con la mejor certeza, la del alma que no explica con palabras, que es poesía de la más depurada.

En lenguaje desnudo pero certero, con construcciones breves, directas, sin rebuscamientos ni oropeles, pero con la belleza del que llega a la médula de las cosas, nos da un puñado de versos que, de cierta manera reedifican aquellos que le conocía. No es casual que en su “Poética” rechace la pose, la pedante literaturización de la vida y prefiera esta en su desnudez y verdad, en su movimiento y criaturas más palpitantes. Poesía no es adornar ni bonitizar. Es ver con ojos limpios la médula más exacta y perdurable de la existencia. Aquí están muchos de los molinos de viento y obsesiones que nos hechizaron de jóvenes. Véase si no “Fábula”. Dice lo que hicimos –tal vez eso seguimos haciendo, ahora desde la memoria y las palabras–, andar y andar y enfrentar todo por rescatar la beldad que es verdad. En definitiva, todo poeta si es, es un caballero andante, deshaciendo los obstáculos que lo separan de su Dulcinea y su Barataria. En sus textos es el eros galante el que predomina. El poeta una y otra vez enaltece al objeto de su devoción y goce. Poesía del fervor amoroso más que del acto en su cumplimiento sensual. Es el cuerpo de la amada el aleph donde se realiza todo sacramento y toda poesía, la más exacta certeza. Ténganse para muestra “El amor es breve”, “Pastorela”, “Allegro”, “Tarde de lluvia con Edith Piaff”. Y está el texto “Memoria de Rainer Maria Rilke” donde se unen el amor y el destino del ser. Porque el amor y el devenir son la sinergia que nos lanza a lo que somos. Es un intento por asomarse a “los incendios, las miserias y los tesoros del alma”, que forman los caudales del hombre. No hay felicidad posible que no esté labrada en el dolor. Así los versos de Rilke revelan “que al más feliz de los hombres / puede alcanzarle una mañana el desamparo, / la misma incertidumbre del adiós, de las pérdidas y las distancias”. Este poema puede revelarse como biografía de una generación, cuyo acaecer se traduce en esas runas: amor, adioses, pérdidas, distancias. El ser es una urdimbre de circunstancias donde lo afectivo y lo histórico, lo eventual y lo intemporal, se anudan y lo conforman. Todo hombre es una piedra labrada por el amor y los vientos.

También está la lejanía de lo que tuvo y confirió un sentido, y se echa ahora como una mordiente bestia a nuestro costado. Se ve en “Bajo una luna altísima”, poema que arrasa, por reproducir una experiencia próxima y dolorosa. Aquí se ve la emblemática camisa, “amable, romántica, liberal…enemiga del safari y la guayabera moderna”, que escindió un tiempo y una isla para nuestro perpetuo dolor y vergüenza, pero también para nuestra esperanza. La ciudad una y otra vez muestra sus rincones amorosos y afligidos. Surge revivida, nunca perdida aunque distante, de “Adónde irá el camino”, con alusiones a sitios, prácticas y amigos que hicieron camino al andar. Pero si el tiempo recordado parece dar un salto en el vacío como el amigo muerto, la palabra, el texto, resucitan instante y presencias, y las restituyen para la perpetuidad del sentido salvado. El tema vuelve en el breve pero intenso “Parque San José”, el Elíseo de amantes y bohemios en la ciudad, donde el hálito del afán verdea en sus laureles que esperan por la vuelta anunciada de los amantes. También en el espléndido resumen de “Hasta la costa”, donde amor, memoria y sueños, se encuentran, entran en conflicto, arrojan al ser hacia la orilla. ¿Cuál?, nos preguntaremos. Y ¿hacia qué costa nos arroja la vida sino es a la del anhelo incumplido, al borde mismo de la espumeante nada? Solo somos nuestras derrotas, parece decirnos, pero en ellas flamea, como un fuego fatuo, lo mejor nuestro que se ha quemado y que ahora, fulgor, nos ilumina en la aceptación del borde último.

El final no puede ser más memorable. “Yo vendo fantasías”, proclama el poeta –es lo que hacemos los poetas–, “y de algún modo soy feliz con mis suerte. / Ya nada me sujeta bajo los toldos lejanos. / Ya nada me juzga entre las hojas perdidas.” Declaración de una poética y, quizá, testamento. Telón luminoso, sans peur et sans reproche, el poeta se crece en sabiduría. La felicidad es un estado de gracia, la revelación de la exactitud del ser y su verdad, más que la infatuación en goces y ganancias. Ha sido largo el camino, arduo, plagado de acechanzas y pérdidas, pero en la entereza de su admisión está lo robusto del hombre. Nada sabríamos del gozo sin el dolor, ni de la luz sin la sombra. Como casi nadie sabe al empezar el trayecto y solo algunos llegan a entender. Para eso hay que abrirse el pecho y mirar con ojos limpios, sin prejuicios ni auto compasión. Cuando ya es tiempo de aceptar, declarar y proseguir con esa felicidad de los que no se engañan y entreven la luz verdadera.

En fin, no hay poema que no someta al lector a un temblor, a una tensión, a una revelación de un destino golpeado pero sentido. ¡Salve, amigo, has escrito el testimonio emotivo de una generación! Me hubiera gustado escribir cada uno de esos poemas, pero en fin los escribiste y ya son míos. Nuestros. Para siempre.


Manuel García Verdecia
Holguín, 13 de enero de 2009

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